El
abambaé y el tupambaé,
dos modos de trabajar y producir
Abambaé
y tupambaé, vocablos guaraníes que definen dos sistemas de
trabajo y de propiedad de los bienes. Abambaé, lo perteneciente
al hombre, lo privativo de él; el tupambaé, aquello que
pertenece a Dios. Toda la organización de la vida productiva de
las reducciones se realizaba en función de esos dos
conceptos.El abambaé comprendía el lote agrícola, es decir la
parcela de tierra que era cedida a cada familia, la cual era
recibida del respectivo cacicazgo. Dicha parcela de tierra era
trabajada durante tres días a la semana, y los frutos obtenidos
eran de propiedad exclusiva de la familia poseedora del lote.
Podía disponer de lo producido con total libertad, dentro de
las limitaciones impuestas por el régimen reduccional. El
tupambaé comprendía las tierras que pertenecían a la
comunidad, mucho más extensas que las del abambaé. Eran las
sementeras, dedicadas a los cultivos en gran escala, y las
estancias, destinadas a la crianza del ganado. También dentro
del sistema del tupambaé estaban las canteras, las fábricas y
hornos de tejas y la producción artesanal que se desarrollaba
en los talleres de las reducciones. Los productos y beneficios
del régimen del tupambaé eran aprovechados en dos sentidos.
Permitían la manutención de los sacerdotes y la cobertura de
los gastos que demandaba el servicio del culto, por ejemplo
comprar fuera de las misiones alhajas para los templos, adquirir
los vidrios para las ventanas y algunas herramientas específicas
para el trabajo. En otro sentido el tupambaé adquiría la
categoría de sistema solidario, cuando los bienes eran
destinados a satisfacer las necesidades de la comunidad,
especialmente cuando fracasaba la producción del abambaé, en
épocas de carestía, de epidemias. Los bienes del tupambaé que
no se consumían, aquellos que se constituían en excedentes,
eran almacenados en depósitos o percheles comunitarios. Parte
era destinado por los pueblos al comercio en ciudades como Santa
Fe, Buenos Aires, Asunción o Corrientes. Este comercio con el
exterior era ineludible, ya que era necesario obtener plata en
metálico para el pago del tributo anual al Rey y para poder
adquirir aquellos bienes necesarios que no se producían en las
reducciones. La otra parte era destinada a cubrir las
necesidades de consumo de los sectores de población no
productivos, especialmente los ancianos, las viudas, huérfanos,
lisiados, inválidos.El tiempo destinado al trabajo en el
tupambaé era de tres días a la semana, aunque en la práctica
los tiempos de dedicación al tupambaé y al abambaé variaban
acorde con las estaciones del año y el tipo de trabajo
requerido. En el momento de realizar cosechas, por ejemplo de
algodón, tabaco o yerba, el tiempo de trabajo en el tupambaé
se incrementaba necesariamente. Todos estaban obligados a
prestar trabajo en beneficio de la comunidad en el ámbito del
tupambaé. Todos eran labradores y debían cultivar la tierra, aún
los caciques, miembros del cabildo e inclusive aquellos que poseían
algún oficio especializado, como albañiles, escultores,
carpinteros, plateros, herreros, etc. El trabajo en el tupambaé
constituía el modo más eficiente de asegurar el alimento
necesario para la población.
Trabajar
y producir en el abambaé
Cuando decidían fundar una reducción el Padre
y los indios elegían el lugar más favorable, señalaban el
sitio en donde se ubicarían el templo, las casas, los talleres
y la plaza. Plantaban en el lugar una gran cruz como símbolo
del evangelio. Acto seguido señalaban los campos que integrarían
los lotes agrícolas del abambaé, ubicados generalmente en los
alrededores del futuro pueblo. Las tierras destinadas al abambaé
se distribuían por cacicazgos y se delimitaban con precisión
para evitar conflictos. Para determinar la extensión de tierras
que debían corresponder a cada uno de los diversos cacicazgos,
se tomaba en cuenta el número de familias que integraban el
cacicazgo y las características naturales del terreno, por
ejemplo si poseía cursos de agua y disponibilidad de leña,
valorando fundamentalmente el sector del suelo realmente apto
para el trabajo agrícola. Luego de que el Padre entregaba en
posesión las tierras del abambaé a los caciques, estos los
distribuían en parcelas individuales a cada una de las familias
que integraban el cacicazgo, dejando delimitado cada lote
familiar con mojones o pequeñas zanjas. Los lotes familiares,
habitualmente de forma rectangular, se ubicaban tomando como eje
algún curso de agua, o se distribuían en forma circular en
torno a una laguna. El trabajo agrícola en los lotes del abambaé
significó una adaptación del indígena a un régimen estricto,
en donde se conjugaban los conceptos de productividad, uso
racional del tiempo, sujeción a directivas y a normas
disciplinarias. El premio y castigo estaban presentes
constantemente. El trabajo agrícola, como todos los demás que
se desarrollaban en la reducción, era controlado cuidadosamente
por alcaldes que daban cuenta de los rendimientos laborales al
Padre y al cacique respectivo. El azote aplicado como castigo a
los indígenas, fueran hombres, mujeres o niños, era un método
común para sujetar a indio a un régimen de trabajo que muy
poco se relacionaba con su cultura. El trabajo en los lotes del
abambaé se iniciaba muy temprano, luego de escuchar misa. Cada
día los jefes de familia se dirigían con los suyos hacia el
lote agrícola que le fuera asignado. Allí tenían establecido
un pequeño rancho, de paredes de tapia y eventualmente de
techos de teja, donde guardaba las herramientas. En el trayecto
retiraban una yunta de bueyes de los corrales ubicados en las
afueras del pueblo y se dirigían a cumplir con sus labores. Según
la temporada, en el lote podía pasar el indio la mayor parte de
las horas de luz solar. ¿Qué producían los lotes del abambaé?
Todos aquellos frutos imprescindibles para la alimentación
cotidiana del grupo familiar. En las parcelas predominaban el maíz,
las diversas variedades de porotos, distintas especies de
calabaza, mandioca, caña de azúcar, especias. Todos los
integrantes del grupo familiar trabajaban en el lote agrícola.
Los hombres y mujeres roturaban la tierra, plantaban,
cosechaban. Los niños cuidaban los sembradíos matado insectos
dañinos y espantando las bandadas de pájaros que se acercaban
para devorar las semillas o frutos. Si alguna familia producía
un excedente, lo cual era muy raro pero posible, podía disponer
del mismo enviándolo hacia los oficios de Santa Fe o Buenos
Aires para comercializarlo y adquirir algún bien apetecible,
como ser un caballo o una yunta de bueyes. Pero esto era la
excepción. Normalmente el rendimiento del trabajo indígena y
la producción de los lotes del abambaé era muy pobre. Ni
siquiera alcanzaba a cubrir las necesidades mínimas de
alimentación del grupo familiar, volviéndose imprescindible el
socorro desde la comunidad. Los lotes agrícolas del abambaé se
constituían en una escuela de agricultura. Tenían un sentido
didáctico pedagógico para el indígena. El régimen de trabajo
del abambaé era un proyecto de resultados a largo plazo, cuyo
éxito se vería asegurado seguramente con sucesivos recambios
generacionales y una intensiva labor educativa por parte de los
padres jesuitas.
Trabajar
y producir en el tupambaé
El régimen de trabajo en el tupambaé adquiría
otras características y connotaciones. Era el lote agrícola
donde se trabajaba y se producía para la comunidad. Todos, en
forma rotativa y obligatoria, debían prestar su servicio de
trabajo en beneficio de la comunidad. Las parcelas de tierra
pertenecientes al tupambaé superaban en centenares y miles de
hectáreas a los pequeños lotes agrícolas del abambaé. Se
dividían en sementeras y estancias, según fueran utilizadas
para cultivos o cría de ganado. Mientras los lotes del abambaé
eran una continuidad territorial de la reducción, los lotes del
tupambaé podían ubicarse del mismo modo o, lo que era más común,
a decenas de kilómetros del pueblo, esto último específicamente
en el caso de las estancias. Estas áreas productivas se
hallaban debidamente delimitadas y amojonadas, teniendo cada
reducción en el archivo de su Cabildo las escrituras y mapas de
los terrenos de su jurisdicción. Todos estos terrenos y los
bienes que ellos contenían pertenecían a la comunidad del
pueblo y nadie, ni aún los Padres, podían utilizarlos en
beneficio particular. En las sementeras se cultivaban
predominantemente productos almacenables como el maíz y
diversos tipos de legumbres, como arvejas, porotos, garbanzos,
lentejas y también trigo y árboles frutales. Pero existían
otros productos cultivados que eran específicos del tupambaé
que además de satisfacer las demandas del consumo interno de
las reducciones, se orientaban hacia el comercio exterior. Nos
referimos a la yerba (desde los primeros años del siglo XVIII,
ya que con anterioridad se la explotaba en los yerbales
silvestres), el tabaco, el arroz (desde fines de la primera
mitad de siglo XVIII), el algodón. En las estancias predominaba
el ganado vacuno, el equino y el ovino. El principal objetivo de
la cría extensiva del ganado vacuno era abastecer con carne a
los pueblos misioneros, un ingrediente imprescindible y
codiciado en la dieta del indio reducido. Simultáneamente la
producción ganadera se orientaba al comercio con el exterior.
La partida del grupo de trabajo hacia las tierras del tupambaé
era un acto muy elaborado. Los trabajadores eran convocados
frente al templo, en la plaza, donde eran aleccionados por el
Padre acerca de la tarea que emprenderían. Luego, con sus
herramientas, entonando canciones alegres en guaraní, acompañadas
con los sones de cajas, flautas y chirimías, partían rumbo a
las labores. El aire festivo continuaba durante el día de
trabajo, ya que la música y las canciones eran constantes en
los ámbitos de trabajo. Se trabajaba con la convicción de que
se lo hacía para Dios y para la comunidad.
Otros
ámbitos del tupambaé
El ámbito del tupambaé no se agotaba en las
sementeras y en las estancias. El tupambaé comprendía también
otros sectores productivos, en los que era necesario la
especialización por oficios. Pertenecían a la comunidad las
canteras, las fábricas y hornos de tejas, el hilado del algodón,
la elaboración de la yerba mate y lo diversos oficios de los
talleres de la reducción, como los de carpintería, herrería,
platería, curtiembre, tahona, panadería y carnicería. La
capacitación en algunos de los oficios no le significaba al indígena
ningún tipo de privilegio o status social. En su condición de
labrador, y en la obligación que tenía de concurrir en el
tiempo indicado a prestar su trabajo en las sementeras o las
estancias, quedaba nivelado socialmente con todos los demás del
pueblo. Tampoco el trabajador especializado en algún oficio
recibía paga alguna por su trabajo. Trabajaba y producía para
su comunidad y luego recibiría de ella su alimento, vestimenta
y seguridad de bienestar.
En
busca de la autosuficiencia
Las misiones jesuíticas surgen como un sistema
de organización cerrado. Eran pueblos de indios, ubicados en un
área bien delimitada política y jurídicamente, en la que el
acceso de los blancos estaba prohibido, salvo excepciones
autorizadas. Tampoco el guaraní podía salir e ingresar
libremente de aquellas misiones. Esta situación planteaba
concretamente la necesidad de lograr la autosuficiencia económica.
El desafío era producir todo lo necesario y aquello que no
fuera posible producirlo obtenerlo desde el exterior, pero de un
modo tal que no se vulnerase la esencia del sistema reduccional,
consistente en cristianizar al guaraní y preservarlo del
contacto con el resto del mundo colonial, al que se consideraba
nocivo y perjudicial para su educación en el Evangelio. Los
fundamentos de la autosuficiencia estaban en la prodigiosa
geografía de la región misionera y en el sistema de
solidaridad vigente entre los guaraníes. Los pueblos se
especializaron en determinados sectores productivos, acorde con
el medio ecológico que ocupaban. Se puso en práctica un
sistema de división del trabajo y la producción entre los
pueblos. Aquellos pueblos que se ubicaban en regiones de campos
con abundantes pastos se especializaron en la producción
ganadera, tal el caso de Santo Tomé, La Cruz, Yapeyú, San
Miguel, San Borja, San Lorenzo, San Juan Bautista, Santo Angel,
San Luis y San Nicolás. Estos pueblos aseguraban el
abastecimiento de carne a las reducciones, además del de
equinos y ovinos y el cuero necesario para las artesanías.
Otros pueblos fueron preponderantemente agrícolas. Las
sementeras adquirieron renombre en pueblos como Santa María de
Fe, Santiago, San Cosme y Damián, Trinidad, Jesús, Santa Rosa,
Itapúa, San Ignacio Guazú, San Ignacio Miní, Santa Ana,
Candelaria. Otros pueblos, como San Carlos, Apóstoles, San José,
Santa María la Mayor y Concepción, ubicados en una zona de
transición entre el campo y la selva, pudieron desarrollar
exitosamente sus sementeras y al mismo tiempo establecer
estancias de muy buen rendimiento en el sector septentrional de
la cuenca del río Aguapey. Luego estaban los pueblos
especializados en la producción yerbatera, como Nuestra Señora
de Loreto, Corpus Christi y San Javier, poseedores de
importantes yerbales naturales e implantados. Estas producciones
no eran excluyentes de otras, si la autosuficiencia era una meta
del conjunto de las misiones, lo era también de cada pueblo. En
este sentido todos se interesaron en lograr un desarrollo
productivo armónico y equilibrado, hasta donde fuera posible.
De todos modos la satisfacción de la demanda de consumo quedaba
asegurada por el intenso trueque que se generaba entre los
pueblos. Si algún bien no se producía y era necesario para la
comunidad, se lo adquiría directamente a través de los Oficios
que poseían los pueblos guaraníes en Santa Fe o Buenos Aires.
Además existían producciones muy particulares, propias de
algunos pueblos. La fundición de campanas y la platería en Apóstoles,
los tejidos en Mártires, la obtención de hierro en San José,
el azarcón y la imaginería en Loreto, la imprenta en Santa María
la Mayor y Loreto. La autosuficiencia económica de las misiones
jesuíticas de guaraníes fue una realidad, producto de la
racionalidad administrativa y de un régimen de comunidad que no
perseguía otro fin que no fuera el bienestar y felicidad de la
población.
Las
estancias de los pueblos
En las estancias se cimentaba la riqueza de las
misiones. Hasta fines de la segunda mitad del siglo XVII las
misiones obtenían el ganado de las vaquerías que se ubicaban
al oriente del río Uruguay, por ejemplo las renombradas
“vaquería de los pinares” y la “vaquería del mar”. En
ellas el ganado se procreaba libremente sin control alguno y
vagaba por los campos en cantidades asombrosas. Bastaba únicamente
con organizar expediciones periódicas, internarse en aquellos
campos y cazar el ganado que se consideraba necesario. Así lo
hacían los misioneros, los españoles y los portugueses. Esta
irracional explotación del ganado trajo la consecuencia lógica
de su lenta e irreversible desaparición. Los pueblos misioneros
cuya alimentación dependía en gran medida de la carne vacuna,
comprendieron la urgente necesidad de buscar una alternativa.
Esta estuvo dada por la creación de estancias racionalmente
administradas como emprendimientos productivos. La fundación de
pueblos al oriente del río Uruguay desde la segunda mitad del
siglo XVII, servirá a la consolidación de las estancias
creadas con los territorios que habían sido abandonados luego
del éxodo del año 1638. La estancia del pueblo de San Miguel
poseía unos 100 kilómetros de largo por 200 kilómetros de
ancho. Pero la del pueblo de Yapeyú la triplicaba en extensión,
siendo la mayor de todas. Luego seguían las de San Borja, San
Luis, San Lorenzo, Santo Angel, San Nicolás, Santo Tomé, San
Juan, Concepción y Apóstoles, de mucho menor extensión
territorial, aunque con la misma excelencia en productividad.
Los pueblos del Paraná, al no poseer jurisdicción sobre las
grandes estancias formadas al oriente del río Uruguay, formaron
sus estancias entre el río Paraná y los esteros de Iberá.
Eran territorialmente pequeñas y servían mínimamente para
cubrir el consumo en ganado de los pueblos paranaenses, como
Nuestra Señora de Loreto, Santa Ana, San Ignacio Miní, San
Ignacio Guazú, Santa María de Fe, San Cosme y Damián, entre
otros. Los pueblos occidentales del río Uruguay habían formado
estancias en la cuenca superior del río Aguapey y en el oriente
de los esteros del Iberá. Allí tenían sus estancias Apóstoles,
Concepción, San Carlos, San José, Santa María la Mayor, San
Javier, Mártires. Aunque de pequeña extensión, muchas de
ellas combinaban la ganadería con la agricultura. Las más
renombradas fueron las estancias de Concepción y la de Jesús,
en donde se realizaron asombrosas obras de ingeniería con la
finalidad de drenar zonas anegadizas para transformarlas en
campos de pastoreo. Cada estancia poseía un casco, compuesto de
una capilla, ranchería para los indios estancieros, corrales y
árboles frutales en el entorno. Además, dispersos por el campo
estaban los puestos de vigilancia del ganado, consistentes en un
rancho y algunos corrales.
Los
yerbales
El hecho de que los guaraníes de las
reducciones jesuíticas estuvieran exceptuados de prestar el
servicio personal a los encomenderos, implicaba el pago
obligatorio de un tributo anual por indio a la Corona. Este pago
debía realizarse en metálico y no en especie. Como en los
pueblos no existía la moneda como circulante, ni la producción
generaba divisas o moneda alguna, era necesario obtener la plata
fuera del ámbito de las reducciones. La yerba mate era
considerada como una de las “monedas de la tierra” por su
valor de intercambio. En el año 1636, dirigidos por el padre
Antonio Ruíz de Montoya, los guaraníes produjeron yerba mate y
la enviaron al Colegio de Asunción para su comercialización,
con la finalidad de obtener divisas para la adquisición de
semillas y ganados para sus pueblos. Esta actividad se convirtió
en una tradición en los pueblos, que periódicamente realizaban
expediciones hacia los yerbales naturales o silvestres con la
finalidad de obtener yerba. Esta actividad de los pueblos
misioneros fue combatida por los españoles, ya que les
significaba una competencia en la actividad yerbatera.
Finalmente el Rey de España por la Real Cédula del 11 de junio
de 1645 autorizó a los pueblos de las misiones guaraníes a
explotar los yerbales, con la finalidad de satisfacer el consumo
interno de la población y de obtener con su comercialización
la plata necesaria para el pago del tributo anual. Años después,
en 1666, la Audiencia de Buenos Aires estableció un cupo anual
de 12.000 arrobas para la producción yerbatera de los pueblos
guaraníes. Las expediciones que se realizaban a los yerbales
silvestres, ubicados en zonas selváticas, implicaban un gran
sacrificio para los indios y demoraban varios meses. Para salvar
esa penosa situación los Padres jesuitas comenzaron desde
principios del siglo XVIII a implantar yerbales en cercanías de
las reducciones, a los que llamaron hortenses. Las plantas eran
reproducidas en algunos casos por el método de acodo y en otros
por la germinación de la semilla. De ese modo cada pueblo contó
con su propio yerbal en sus inmediaciones. No obstante no se
abandonó la explotación de los ricos yerbales silvestres que
se hallaban en jurisdicción de las misiones guaraníes,
especialmente el del Monday, ubicado en el Alto Paraná, frente
a la desembocadura del río Iguazú. |