Azul, amarillo, rojo y blanco se combinan, o saturan, en las camisetas de los equipos de futbol y se buscan silenciosamente para librar una contienda que no entendemos del todo; y ese solo efecto cromático (no más que eso) engendra en nosotros, los hinchas, los fanáticos, una de las pasiones más poderosas de la Argentina, tan arraigadas como el duelo por hombrías y el truco por famas. El futbol. Antes fue dominguera esa pasión, hoy es algo más periódica y casualmente se renueva esta misma noche.
Sucede que debajo de esas camisetas-banderas suele habitar un hombre que corre alentado por los dioses y los cánticos, hombre carismático y habilidoso de un don que no tuvieron los griegos, capaz de amalgamar ímpetus de muchedumbres o de solitarios taciturnos, ímpetus que son a veces individuales y otras colectivos: ese hombre que despierta corazones y lágrimas es el crack del club de nuestros amores.
Pero un buen día sin decirnos agua va el ídolo casi con indolencia poco grata abandona a los leales y les deja su fe en banda librada a la espera de que en un futuro aparezca un nuevo mesías que lo reemplace, y aunque cuando aparece (día luminoso) se esfuma la incertidumbre (horas sombrías) pero volverá cuando se repita el inexorable abandono, una y otra vez.