Colores antagónicos

Jueves 27 de noviembre de 2014

Azul, amarillo, rojo y blanco se combinan, o saturan, en las camisetas de los equipos de futbol y se buscan silenciosamente para librar una contienda que no entendemos del todo; y ese solo efecto cromático (no más que eso) engendra en nosotros, los hinchas, los fanáticos, una de las pasiones más poderosas de la Argentina, tan arraigadas como el duelo por hombrías y el truco por famas. El futbol. Antes fue dominguera esa pasión, hoy es algo más periódica y casualmente se renueva esta misma noche.
Sucede que debajo de esas camisetas-banderas suele habitar un hombre que corre alentado por los dioses y los cánticos, hombre carismático y habilidoso de un don que no tuvieron los griegos, capaz de amalgamar ímpetus de muchedumbres o de solitarios taciturnos, ímpetus que son a veces individuales y otras colectivos: ese hombre que despierta corazones y lágrimas es el crack del club de nuestros amores.
Pero un buen día sin decirnos agua va el ídolo casi con indolencia poco grata abandona a los leales y les deja su fe en banda librada a la espera de que en un futuro aparezca un nuevo mesías que lo reemplace, y aunque cuando aparece (día luminoso) se esfuma la incertidumbre (horas sombrías) pero  volverá cuando se repita el inexorable abandono, una y otra vez.

Los ídolos transmigran, sin embargo, los colores permanecen indelebles desde la infancia.
Entones, cuando ocurren, ¿contra quién se gritan los goles?, ¿qué raro ajedrez cobra vida en la cancha sin casilleros? Casi una apuesta, un cara y ceca de noventa minutos entre dos verdades; una lucha de egos que se potencia en la masa que vocifera y que oculta como una máscara las verdaderas frustraciones que tienen más que ver con la historia personal de cada uno y con nuestros complejos de revanchas que por unos minutos de gloria enmienda otras carencia de la vida que con la supuesta veneración de los colores.
Algo parecido pasa con los plebiscitos y con los candidatos que elegimos cada cuatro años.

Aguará-í