Posadas fue faro de esperanza

Lunes 25 de mayo de 2015
El río parecía un ancho manto negro que se escurría sigiloso de este a oeste, contribuyendo a no alterar la serenidad del entorno y la quietud de la noche. Solamente se escuchaba el murmullo sutil de la bajante del agua besando las orillas pedregosas, pareciendo el aleteo del colibrí.
La luna no brillaba, la luna negra no mostraba ningún destello de lucidez como si se hubiera arremangado en su universo para no mostrar un hilo de claridad. Todo el ambiente escenificaba una gran caverna oscura sin principio ni fin y sin estrellas, cuya monotonía solamente alteraba los tenues parpadeos de las lucecitas de las luciérnagas del estío. Por eso tal vez el hombre en su laberinto sólo escuchaba el estallido o el retumbo del eco de su corazón en la sien como el martillo golpea al yunque, o como su imaginación le remitía que los remos del remero al hundirse en el agua sonaba a cataclismos.
Y es porque el hombre que desesperadamente va en busca de la anhelada libertad sabe muy bien que la negra oscuridad y el silencio de los cementerios son sus aliados. Y sabe también que el sonido salido de una yesca retumbaría como un cañón y su lumbre semejando al relámpago, y ahí sí que los esbirros del tirano arrasarían el río con sus potentes lanchas a la caza de la presa que busca escabullirse.
Y si por desgracia el perseguido cae en sus garras le esperará la muerte, que es la libertad del alma, o la mazmorra del lóbrego Tacumbú, la cárcel más promiscua y terrorífica de América.
Es por eso que el horizonte tan cercano y a la vez tan lejano para el hombre que escapa estando en el medio del río, las pobres luces diseminadas de los lánguidos focos de las esquinas posadeñas, ciudad de apenas 50 mil habitantes, le parecerán albor de redención, la tierra prometida, el faro de Alejandría de la liberación.
Y la canoa salvadora que lo acerca a la orilla de la esperanza, es la misma que lo aleja sin retorno de las luces mortecinas del país de las noches tenebrosas y las siestas engrilladas. Y ese hombre liberado tal vez regresará, alguna vez, cuando haya democracia y libertad manifiesta en su país. Pues solamente los zombis, o los minusválidos cerebrales, o un pueblo resignado soportan el estadio de la esclavitud tranquila, como los sumergidos en la caverna de Platón.
Cuentan los que tuvieron que emigrar que el exilio obligado es de los peores sufrimientos morales del espíritu humano durante el tiempo que dura. Es un desarraigo nunca superado que algunos lo soportan un poco más y otros no tanto, y en la historia de la América Latina muchos hombres tuvieron que elegir ese camino involuntario. Sócrates, sancionado por el Senado, debió optar entre el destierro o el suicidio y prefirió beber la cicuta. Dante Alighieri, perseguido por sus ideas políticas, huyó de su querida Florencia, a la que jamás pudo regresar. Describió como nadie el dolor del destierro y dejó estampadas las famosas frases “cuán difícil es subir las escaleras de los extraños... Y qué horrible es comer de las manos ajenas”.
El destierro es la pena de vivir sin parientes cercanos y de los amigos de la primera infancia y juventud.
Y nuestra Posadas, a 400 años de su primera fundación, fue por décadas faro de esperanza y libertad para cientos de exiliados.

Por Rubén Emilio García (Fragmento)