Un bárbaro de Misiones

Miércoles 26 de noviembre de 2014

Dormitan pero sale el sol y les dan el desayuno; al rato, lo anuncian, termina la película, descorren las cortinas, se despiertan los viajeros rezagados y se calzan sus mochilas para amontonarse en la escalera y bajar del micro. Se abre la puerta, los despide la azafata y por primera vez en la vida se pisa tierra misionera.
Algo parecido, imagina uno, a lo que habrán sentido los bárbaros cuando llegaban a una aldea de la que no tenían idea de sus costumbres.
Tras la bocanada de aire, Misiones ofrece en principio su gente, su cielo, su suelo; el bárbaro percibe que a todos los une cierto código callado y lo percibe cuando sube al colectivo: prefiere quedarse parado mientras observa con asombro por la ventanilla las extrañas fachadas, los árboles, y ese polvillo rojizo sobre el asfalto.

Aprieta el calor pero enseguida llueve y al rato hierve otra vez la calle. El bárbaro intuye que ha llegado al centro porque aumenta el pulso y el cuarto de hotel es un refugio fugaz y pasajero frente a la intemperie seductora de la plaza y los cafetines de Bolívar.
Por la tarde el bárbaro busca domesticar su sombra y con los días, al descubrir que nada aquí lo apura, sentirá (o no) que la ciudad le da su visa; llegarán las paquidérmicas ruinas y las inagotables cataratas, el ocaso, el mate y la chipa, relatos de los misterios de la selva, del oro y de los duendes y el aroma salvaje del río en la ribera; el puente, la costanera y las historias de la Bajada Vieja; los cerros verdes con manchones violetas, los valles profundos de hondura y tiempo, y las míticas araucarias; la música, el carro, el aborigen, el inmigrante y la danza; los diarios -otra vez la lluvia y el vaporoso refresco-, la memoria de las calles y la asimilación de los personajes urbanos.
Por esos días el bárbaro comienza sin saberlo a cruzarse con sus nuevos amigos y cuando se quiera acordar, es uno más en el gentío bullicioso, mira el almanaque y dice: ¡Ya diez años!

Aguará-í